Mudanzas
Ophelia, tu trenza púbica no sirvió para nada
Las perras perdemos la custodia de los hijos
cuando la mano se asoma
a la caja
tantea
elige el ejemplar que
lanzará desde del puente
pasada la euforia.
El Dronning Louise no es
exactamente
lo que atraviesa Ophelia
a las doce.
Tan chiquitos somos
recalca algún alto
funcionario en las noticias radiales.
Tan chiquitos y malandrines
quiso decir, pero no se
atrevió.
En casa, Ophelia cuenta
los dientes
que se le han ido
cayendo al gato.
La llave que cuelga del
pecho es anuncio de comida.
Se abre la alacena, se
descose la bolsa
se siembra la sequedad
de la carne en el plato.
Duele mascar.
El viejo que estuvo
mirando con ella hacia el río
habló de su infancia de
once años
en un pueblo que no
cambia.
El monumento a Víctor
Rojas es un pisa-papel gigante
en la casa del
bibliotecario.
Bostezo.
En la cama donde murió
la tía
papá hizo el amor.
Ophelia se recoge el
cabello mojado para pudrirlo.
Se va quitando el
camisón de la discordia
zampando el dedo de la
discordia
olisquea la discordia
misma.
La mantequilla sale por
las rendijas del pez en rodajas.
Se entierra en la cama
para comerse las uñas.
Comienza la lectura del
libro en la página veintitrés.
El cielo está encendido
más allá de la ventana
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