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Algunos, los más solos


acostumbran a vagar de noche por la casa

hacen lo mismo que los dormidos:

adelantan la agujilla del reloj y esperan.

Mueven, compulsivamente

un piecito debajo del tocador

hasta hacer caer al piso el frasco de veneno

cartas, sin sellos del sur, marcos familiares

secretos del setenta y ocho, del ochenta y nueve

del noventa cuatro

cuando la rodilla golpea, accidentalmente, la superficie.



Las fotos no hablan ni son fáciles de abrazar

no saben hacer el amor con la boca

las fotos se despintan

si se frotan contra el interior de los muslos

demasiadas veces

son sensibles a los fluidos y a los momentos de odio

no sirven para nada

son, si acaso, un recordatorio retorcido

de lo oscuro que tuvimos el cabello

de lo insinceros que fuimos al sonreír

de la mirada, aún fresca, del que casi no fue enfocado

y tiene la mitad del torso

cruzando la frontera de la invisibilidad.



Es imposible discernir cuándo nos perdimos.



Algunos, los más solos, no se miran al espejo

porque el espejo es un misterio, un pasadizo

y detrás de la pared

sólo sabe el sinónimo de Dios quién golpea.

Yo no me atrevería a mimar la cara que se ve ahí

no sabría qué hacer si descubro que no es la mía

si de tanto que me gusta no puedo renunciarle.

Así que paso mis uñas por ella y sigo esperando.



Algunos, los más solos, escuchan voces:

envenena, envenénalos, envenénate.

Preparan cocteles de fruta para los amigos íntimos

cruzan las piernas y fijan la mirada en la copa.

Dentro todas las ambiciones

el poder sobre el poder

el control absoluto sobre la mortandad.

Dentro el sueño.

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